El corazón de piedra

Existía en Venecia una pareja de enamorados que eran por todos envidiados, envidiados por el infinito amor que el uno hacia el otro mostraban, envidiados por su belleza inmensa y por su juventud, vital como el aleteo de un colibrí mientras succiona el néctar de una amapola reina. Y existía en Venecia un lugar, un lugar tan sólo conocido por los venecianos, un lugar perdido entre callejuelas y callejones y plazas y esquinas, un lugar al que ningún turista hubiera sido capaz de llegar pues en los mapas no aparece, ni en las guías de rutas y viajes. Ese lugar era un muro de piedra. Pero no era un muro cualquiera, era un muro de piedra de cuyo centro sobresalía un corazón. Un corazón también de piedra, del tamaño del sol cuando se oculta entre las montañas, más o menos de ese tamaño. Y el corazón de piedra tenía una bonita leyenda tras de sí, una leyenda que sólo conocían los venecianos, una leyenda traspasada de madres a hijas, de abuelos a nietos, de bocas que no saben permanecer calladas a oídos que no se sacian de nuevas historias. El corazón de piedra recibía cada día a cientos de enamorados que frente a él sellaban su amor para siempre. La leyenda aseguraba amor eterno a aquellos que ante él se besaran, pero también aseguraba eterno desamor a aquellos que ante él se besaran sin estar seguros de que el amor que sentían el uno por el otro era amor verdadero.

Una tarde rojiza y de cielo espeso, aquellos dos enamorados a los que todos envidiaban decidieron pasar la prueba de fuego, se perdieron por callejuelas y callejones y plazas y esquinas hasta llegar al muro. Y en el centro del muro, el corazón de piedra dispuesto a juzgar el amor que se profesaban y a condenarlo si era necesario.

La chica tenía una piel inmaculada y suave, parecía no haber nada más suave en el mundo para las yemas de los dedos de su amado, que mientras le acariciaba el rostro se reflejaba en sus ojos, puros como agua bautismal. Ella los cerró a medida que él la apretaba hacia su cuerpo, podía oler su aroma a hombre, que le despertaba el deseo, las ganas de volar y de estallar en miles de fuegos artificiales, hacía que en su interior rugiera el mar, la luna pasara por todos sus ciclos y se convirtiera en un sol de verano, dar vueltas y más vueltas como una hoja caída que pierde su voluntad ante un torbellino. Esperaba el beso que los uniría, lo esperaba mientras el corazón de piedra latía a punto de dar su veredicto. Serían felices para siempre, lo sabía, no podía ser de otra manera, no era nada sin su amor, no había nada más en el mundo que la felicidad que él le daba, que sus besos, sus caricias, sus abrazos...

...Y de repente, aquel abrazo se deshizo de ella. Abrió los ojos confundida y un poco perdida al sentir como ya no la rodeaba el calor de su amante sino el frío que el atardecer había traído consigo. No puedo hacerlo, dijo él pero ella no pudo oírlo, algo reventaba en su interior, se desgarraba y sangraba y le provocaba nauseas. Lo vio darle la espalda, lo vio darle la espalda y echar a correr, lo vio darle la espalda, echar a correr y desaparecer entre callejuelas, lo vio darle la espalda, echar a correr y desaparecer entre callejuelas y callejones y plazas y esquinas. Y entonces ella, se volvió loca.

Encerrada en su habitación, y para preocupación de sus padres y de los doctores y sabios de Venecia, la infeliz enamorada comenzó a pudrirse. A pudrirse como un cadáver, a hincharse y a desprender gases, a cambiar su piel primero hacia una tonalidad extremadamente pálida y después verdosa y después azulada para acabar por ser prácticamente del color de las ciruelas pasas. Su madre lloraba al verla así y al recordar verla así, y su padre había gastado ya toda su fortuna en todos los remedios posibles, todos ellos igual de inútiles, tanto los ungüentos minerales, como los vegetales o los animales, tanto los que provenían de Turquía como los que lo hacían de China, tanto la pólvora como el romero. No había cura para su hija y eso lo hacía el hombre más infeliz del mundo.

Fragmento de "La vida del niño muerto y otros cuentos" de Roberto Carrasco


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