Otro relato sobre "El regreso de Elías Urquijo"
Aquí os dejo otro relato escrito durante el desarrollo del guión de "El regreso de Elías Urquijo". En esta ocasión, dando forma al personaje de Héctor.
Un chico con encanto
En verano, el pueblo
desplegaba las alas y con ellas no sólo volaba sino que acogía
cálidamente a todos los turistas. O al menos así lo veía Héctor
Altolaguirre. Era un soñador, siempre se expresaba en términos de
luz y color, como los poetas italianos, y casi nunca tenía los pies
en la tierra. En ocasiones se ausentaba aunque le estuvieses
hablando, como si su mente se hubiera desconectado por unos momentos
para recargar la batería interna de su sistema neuronal, pero lo
compensaba con su excelso encanto. En efecto, Héctor era, debido a
su sonrisa, a su sugestivo tono de voz, que lo mismo te hacía
sonreír que te llevaba a la cama en la primera cita y al brillo de
esos ojos que tan sólo se apagaba cuando se apagaba la conexión con
el mundo real, lo que lo convertían en el centro de atención de
todas las fiestas, en el chico que todos los niños admiraban, por el
que todas las chicas suspiraban, y con el que todos bailaban y
cantaban alrededor de la hoguera al son de su guitarra en la noche de
San Juan. Las solteras del pueblo metían un papel enrollado dentro
de un macarrón, papel en el que habían escrito el nombre del
soltero al que anhelaban, y la mayoría de ellos contenían el mismo
nombre. Héctor sabía que era el suyo y no por ello trataba a
algunas mejor o peor que a otras. Para todas tenía una palabra de
cariño, un piropo, un saludo educado o una cancioncilla improvisada
a pesar de que con ninguna de ellas había experimentado lo que él
esperaba, que quizás, curara su mal. No había descubierto el amor
con mujer alguna, y eso algunas noches lo atormentaba hasta el punto
de dejar de ser agradable, de retorcerse, de morderse la lengua, de
poner los ojos en blanco y acabar perdiendo la consciencia entre
convulsiones, que como contracciones, le acababan de dar de nuevo la
vida. Digamos que Héctor Altolaguirre volvía a nacer tras aquellos
episodios, y que cuando lo hacía, era mucho más encantador que el
día anterior. Su abuela lo escuchaba y se entristecía, era el mismo
mal que había afectado a su padre, que en paz descanse, y sabía que
no era ni más ni menos que voluntad de Dios. Cuando escuchaba los
golpes en el piso de arriba, solía irse a dar un paseo por la playa.
Sabía que a la vuelta, todo habría acabado. En aquellos paseos, se
acordaba de la chica e intentaba no dejarse llevar por el
pensamiento, tan poco cristiano, de que en realidad lo que ocurría
en aquella casa era que estaba marcada por una maldición.
Cuando la abuela murió
no vio el túnel, ni la luz al fondo. Ni siquiera vio a Dios ni a
ninguno de sus ángeles. La vio a ella, a la chica, con la cuenca de
los ojos vacías, con las manos ensangrentadas, arrastrando los pies
descalzos, dejando a su paso un rastro de fluidos amarillentos. Vio a
Aurora. Y a partir de ese día, Héctor Altolaguirre también comenzó
a verla. Fue debido a ello que cerró la casa y se trasladó al pueblo,
pero quizás esa sea una historia que deba ser contada, a
continuación, con más detalle.
(c) Roberto Carrasco, 2010